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El Contrabajo de Süskind

Esta semana me gustaría tratar algo diferente: quisiera hablar sobre una de mis obras literarias preferidas sobre la música. Habiendo estudiado bajo eléctrico y haberme inmiscuido en el mundo contrabajístico, más como aficionado que como profesional, el instrumento y su repertorio ha evocado en mí un sinfín de emociones y catarsis que, algún día, compartiré con ustedes. Además de ser un audiofilo empedernido, soy un devorador voraz de libros (de prácticamente cualquier texto que caiga en mis manos) y El Contrabajo de Patrick Süskind es uno de esos que llegó a mí, por azares del destino, mucho antes de comenzar mis estudios en el instrumento.



El cuento alemán relata la perturbadora relación de un músico de la Orquesta Sinfónica Alemana de Berlín con su instrumento: el contrabajo. La obra fue originalmente escrita como un monólogo de teatro entre el personaje principal, que permanece sin nombre a lo largo de la obra, y el público como si estuvieran teniendo una suerte de conversación (en la cual, el interlocutor no recibe respuesta en ningún momento) y nos relata, entre sorbos de cerveza, su flujo ininterrumpido de pensamientos, anécdotas y deseos.


Esta última idea resulta de fundamental importancia para ir acompañando al narrador en el relato que nos comparte ya que, si bien no hay una muestra explícita, podemos ir atribuyendo el constante crescendo de ideas cada vez más caóticas, desorganizadas y alejadas de la neurotipicidad a la constancia inquebrantable de su bebida. Esto podemos, sobre todo, notarlo en la disparidad que existe en el discurso entre las primeras y las últimas líneas en cuanto a las cualidades e importancia del contrabajo tanto en su vida como en la orquesta y hasta en su consustancial registro.


Al principio de su liosa verborrea, el músico comienza enalteciendo desmedidamente la importancia del contrabajo diciendo desde “De hecho, sin nosotros [los contrabajos], no se puede empezar nada”, “[…] una orquesta puede prescindir del director, pero no del contrabajo” hasta “es imposible concebir una orquesta sin contrabajo” y procede a explicar la sensación física de la resonancia de las notas graves y la belleza de su sonido para menguarse progresivamente, a la par de su sobriedad, a un irascible odio a la forma, el tamaño y el sonido que produce.


Habiendo yo también empezado a estudiar el contrabajo, es fácil entender muchas de sus frustraciones cuando expone las dificultades inherentes al instrumento: desde el espacio que ocupa en una habitación y un automóvil, la fragilidad del instrumento a la gravedad, al clima y la humedad, hasta el dolor en las manos y brazos y la formación de callos en los dedos tras horas y horas de estudiar durante semanas. Una parte de mí cree convencido que este relato se aprecia mucho más cuando se tiene un conocimiento así de visceral tanto con el instrumento como con las piezas que menciona, por lo que me parece que resuena conmigo de una manera muy distinta a la que quizás podría hacerlo con algún aficionado melómano o, en su defecto, con un espectador completamente ajeno a cualquier atisbo de musicalidad. Lo anterior cobra un significado particularmente cercano a mi experiencia cuando dice: “realmente no se nace para contrabajo. El camino que lleva hasta este instrumento está lleno de rodeos, casualidades y desengaños”.


Otro de los temas recurrentes en el soliloquio cuasi psicótico del narrador toma forma en una constante y perpetua aversión a Wagner, tanto en cuanto a su música como a su persona. No tarda en mencionar la personalidad desagradable y machista que demostraba con su primera esposa (no tanto con la segunda ya que era hija del indiscutible genio de la época: Franz Liszt a quien Wagner le debe, en mi opinión, su carrera musical) incluso llegando a manifestar que “[si el psicoanálisis] hubiera existido hace cien o ciento cincuenta años […] nos habríamos ahorrado, por ejemplo, algunas cosas de Wagner”, argumentando que la gran tragedia apasionada de su ópera Tristán no era más que el resultado que la culpa que le carcomía por la infidelidad que le profesaba a su esposa le orilló a componer la “mayor tragedia amorosa de todos los tiempos”. Es importante recalcar que, si bien el músico es rápido en revelar juicio en contra de Wagner, él mismo tiene, por su lado, una personalidad un tanto machista y controladora, quizás síntoma de su tiempo, diciendo que la mujer no había tomado iniciativa en el mundo de la composición (que se sabe que es históricamente incorrecto, aunque quizás en esta época no era parte del conocimiento cultural general) diciendo, en una creciente ira que:


… No toleraré que mi mujer, sólo porque es soprano y un día cantará Dorabella o Aida o Butterfly, ¡mientras yo soy un simple contrabajo! salga… y vaya a restaurantes de pescado… no lo toleraré… Perdóneme… tengo que contenerme… un poco… creo yo… contenerme… ¿Le parece que soy… exigente… con las mujeres?”


Es a partir de este punto que podemos ver con mucha mayor claridad la espiral decadente en la que el vómito verbal del músico comienza a descarrilarse desenfrenadamente y, aunque no está cerca de ser una locura a la talla de los dramas de Berlioz (ya también les contaré), el músico comienza a trazar una hazaña inaudita que seguramente le permitiría salir de ese estado de ennui perenne: decide gritar el nombre de la soprano de la que está enamorado, Sarah, al principio del concierto, consiguiendo así que si no se fijara en él, al menos aparecería en el periódico del día siguiente y se convertiría en una anécdota de la orquesta para la posteridad y su segura destitución habría valido la pena.


Esto último nos recuerda a algunos ejemplos de la literatura pesimista y existencialista que predominaba en la Alemania de entre y post guerras. De acuerdo con el absurdismo de Camus (y partiendo de la postura Sartriana de que la existencia precede a la esencia), una vez que el individuo se da cuenta de su condena a la libertad, tiene una de tres opciones: aceptar que el universo no tiene planes para él y que no es importante para poder seguir con su vida; generar un significado por sí mismo y aproximarse a una fuerza mayor que él que le permita sobrellevar el vacío o; no pudiendo conseguir ninguna de las anteriores: suicidarse. En este ejemplo, similar al extranjero de Camus, el músico decide el suicidio (aunque en este caso sea un suicidio profesional, por el momento) porque la cotidianidad del día a día sin propósito y, en caso del narrador, sin amor, resulta una carga absurda e irresoluble, no logrando la consecución de Sísifo de la plenitud y el amor al trabajo propio.


Este es, sin duda, un relato corto que resonó conmigo, en ocasiones, a un nivel sumamente personal que me recordó algunas de las dificultades y las culpas con lo que yo mismo vivo, por un lado, y me mostró con clarividencia el camino que he de recorrer si no corrijo y abordo algunos de los demonios que cargo conmigo por el otro. Entre la elección del instrumento, la mención de algunos sitios como el teatro de Orange (al que he asistido incontables veces) y la constante mirada del abismo cósmico del personaje, me hicieron sentir que, en algunos momentos, se trataba de mis propios pensamientos huyendo desenfrenadamente de mi cabeza.


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